sábado, 16 de mayo de 2009

El berebere de la guitarra del desierto

Recuerdo como me sentí hace ocho años, cuando me trasladé a Marrakech con la excusa de finalizar mi tesis doctoral. Aterricé en la mítica ciudad roja un 11 de abril en una concentración de emociones y sensualidad, que asumía mi cuerpo, que reflejaba un modo particular de moverme, de ser. - Aquí, el aura marroquí acaricia la piel, excita el intelecto, hace volar los sentimientos.

Esta ciudad me embriagaba de amor, de ardor incomprensible, de lujuria, un éxtasis de placer infinito contando cada segundo que faltaba para reunirme con Ahmat.

Siempre me había preguntado por qué Marrakech es conocida como la ciudad roja. Entonces lo entendí, no era por sus leyendas ni sus murallas, el rojo es el color del fuego y de la pasión, la aceleración de la sangre que se vuelve opulenta por momentos. El rojo es el ingrediente principal del activo de sus calles, de sus plazas, una explosión nuclear de sentidos en Djemaa-el-Fna. No es ninguna coincidencia que sea el color del amor carnal, pero también el de la guerra, rojo es Marte, el planeta del dios de la guerra.

En contra de los consejos de todo el mundo, me zambullí en lo inimaginable. Caminar simplemente por las concurridas y polvorientas calles me hacía sentir encerrada, sentimiento con el que había convivido toda mi niñez, adolescencia y juventud hasta presente. Mi vida en Zaragoza siempre había estado marcada por la presencia de un sequito de guardaespaldas, hombres de confianza de papá y vigilancia continua. Siempre en coches oficiales y acompañada, perseguida bajo la atenta mirada de hombres que ni conocía, no crecí como una niña normal, como las demás niñas.

Si algo no me gustaba de esta ciudad marroquí era esa sensación de estar enjaulada que me producía esa desazón incontrolable transportándome a mi querida infancia. Me consolaba pensar que tras aquellos altos muros, había vidas cotidianas que transcurrían con tranquilidad, mujeres trabajando en sus fogones, niños jugando al sol en los patios de azulejos, hombres bañándose en un Hamman.

Ahmat me había llamado y estaba de camino, - calculo que llegaría en 2 horas directo desde Merzouga. - Cada vez que escucho su voz, su guitarra, recuerdo la primavera del 2.006 cuando viaje con mis padres por primera vez a este maravilloso país acompañados, por supuesto, del sequito permanente de papá.
Conocí a Ahmat en ese maravilloso viaje al país de los colores, de los cambios bruscos de paisajes, de los olores a piel, a menta, a carne y especies, al país del cielo estrellado. Habíamos acampado una noche en el desierto y en el hotel donde nos alojábamos nos habían organizado una soirée berebere en el campamento. Entre la suculenta cena y el número de los bongos me cautivó la voz y el espíritu de un joven berebere que se hacía llamar el berebere de la guitarra. En realidad respondía a Ahmat y su arma de seducción no solo era la guitarra. Con papá y su sequito, como de costumbre, no pudimos quedarnos a solas en ningún momento de la velada. Al día siguiente fue el amanecer más hermoso de mi vida y a la vez el más desgarrador.

Dos días más tarde, después de explorar toda la zona, tenia que volver a ver al berebere de la guitarra como fuera así que se me ocurrió, con un compinche del sequito, que un par de zapatos del 43 olvidados en el campamento de Egb Chebbi, la noche anterior, sería una excusa más que valida para intentar un contacto.

Los ojos de su madre corresponden a esa admiración musulmana hacia lo masculino que me había encontrado a lo largo del viaje en cada zoco, en cada tienda, en cada lugar público de este país. Pero hay algo más en la mirada de la madre de Ahmat. Nunca había visto un brillo igual, unas retinas rebosantes a punto de estallar de gozo cada vez que miraba de reojo a su hijo mientras preparaba el típico te a la menta de bienvenida.

Nos invitaron a pasar al salón principal de la casa, una pieza al más estilo berebere con un sofá inmenso alrededor de la habitación, donde por lo menos, había cabida para todo el pueblo y alrededores.

Nos despedimos en el hotel La Fuente Azul. Ahmat encontró horas más tarde la nota en el zapato donde le había dejado mi número de móvil con un simple “Llámame”,

Esa llamada se produjo dos meses más tarde cuando yo estaba de vuelta en España.

Ahora soy una mujer atada, atada a algo mucho más intenso que la dulce infancia que me regaló papá. Vivo atada al hombre que amo, a los dos hombres de mi vida, al Corán, a este país maravilloso. Y ahora entiendo las pupilas rebosantes de la madre de Ahmat. Cuando miro a mi hijo y de manera casi anestesiada le estoy amando, veo al hombre que venero, veo su mismo espíritu, mi pasión energúmena que brota, veo al berebere de la guitarra del desierto. Y me debo a él.

María

viernes, 15 de mayo de 2009

Antonio más allá de las montañas se perdió...

El chico solitario del pop y de la movida más allá de las montañas se perdió...

Antonio nos dejaba esta semana, un romántico enfermizo que te hacia llorar y enamorarte a golpe de estomago, cosquilleo lagrimal y escalofrios de vello. Sus letras y su voz, su voz y sus letras que salían detrás de ese aspecto frágil, retraido, detras de su guitarra...

El chico de la famosa chica de ayer... El chico de Marga...

Como solía decir en sus letras la vida es eso... recuerdos que amar en un cajón, un amor vivo al que nunca le faltaron razones, una mujer (la mujer, la de seda y hierro), la que me enseñó todo esto y más... de la que un día me enamoré y con la que luego ya no dejé de hablar... Todo esto Antonio, es lo que nos has transmitido con tu historia, lo que nos has emocionado con tu voz.

Aunque siempre enganchado a la vida y a los placeres de lo absurdo, al final prefirió conocer el sitio de su recreo, donde se creó la primera luz, donde se divisan infinitos campos, el sitio que le vió nacer y donde ahora descansa en Paz.

Seguiremos escuchandote emocionados.

Hasta Siempre.